Breve visión de conjunto sobre la estructura del hombre – Jean Vaysse

publicado en: Cuarto Camino, Jean Vaysse | 0

jean vayssePara que una real observación de sí pueda comenzar y antes de que ella permita constataciones válidas, es necesaria una etapa previa. Una observación válida no es posible, en efecto, sino cuando ciertas informaciones, sobre lo que somos y sobre las perspectivas inherentes ii la vida humana, nos han sido previamente dadas. Tales informaciones no adquieren un valor real para nosotros, si no podemos verificarlas luego, paso a paso, por nosotros mismos, y lograr a la vez una visión de conjunto suficientemente clara y una experiencia práctica suficientemente probada, como para reubicar nuestras observaciones ulteriores en un conjunto sólidamente asentado, sin rechazar por ello las diversas sugerencias que la vida nos propone, pero sin, ingenuamente, dejarnos tampoco tomar ni desviar inútilmente por ellas. Así, en lo sucesivo, tendremos que cuestionar estas informaciones una a una; pero, siendo la vida breve para el camino que hay que recorrer, necesitamos, si es posible, que las perspectivas generales abiertas desde el principio, nos sigan siendo útiles a lo largo de toda nuestra empresa.

Estas informaciones conciernen al hombre en su conjunto: su constitución, las diversas funciones que le son posibles (es decir, los diferentes aspectos que puede tomar la energía vital de que dispone), las relaciones entre estas funciones, los estados o niveles sobre los cuales se ejercen estas funciones, la existencia de facultades fundamentales, atributos de toda vida individual, ciertos aspectos de esas facultades, características, para el hombre, de los niveles sobre los cuales él vive o puede vivir, y las perspectivas más inmediatas sobre las diferentes posibilidades de su devenir o de su transformación.

Muchas maneras de considerar al hombre han sido propuestas por diversos sistemas o filosofías. La
mayoría de ellos tiene lagunas, puntos de vista particulares e interpretaciones que les restan toda objetividad; al mismo tiempo, los hacen inutilizables para la búsqueda que queremos emprender.

Un conocimiento muy antiguo al cual Gurdjieff se refiere, considera que nuestra vida cotidiana está
asegurada por cinco funciones, cada una de las cuales tiene su «centro» o «cerebro», en el cual la energía vital
toma la forma propia de cada uno de ellos y que gobierna la utilización, en esta vida, de la energía así
particularizada.

Cuatro de estas funciones son relativamente independientes y sirven para garantizar nuestra vida
cotidiana:

—la intelectualidad, con la que se relaciona todo lo que es funcionamiento mental: la ideación, el pensar y
una cierta forma de memoria, la que mejor conocemos. Es ella en general la que nos permite comparar,
juzgar, coordinar, clasificar y prever;

—la afectividad, con la que se relaciona todo lo que es emoción y sentimiento. Es ella en general la que nos
permite apreciar y evaluar cualquier cosa en relación con nosotros; es decir, en relación con lo que
percibimos y conocemos de nosotros;

—la motricidad, con la que se relaciona todo lo que es forma o sostén del organismo y movimiento. Es ella
en general la que nos permite tener la sensación de nuestro cuerpo y le permite a él cumplir las tareas que le
son pedidas;

—la instintividad, con la que se relaciona todo lo que regula y mantiene automáticamente nuestra vida
orgánica. Es ella en general la que nos permite tener el instinto de sus necesidades.

La distinción entre la función instintiva y la motriz no es, por lo demás, indispensable al principio y
uno puede tener una noción suficiente de lo que es su propia estructura habitual al considerar que ella está
conformada por tres partes o tres pisos: intelectual, afectivo e instintivo-motor.

La quinta función es la función sexual, diferente de las otras en el sentido de que se apoya sobre
ellas, participa de las cuatro, emana de ellas y, sin embargo, las sobrepasa para ser el soporte del aspecto
creador del ser humano en todos sus niveles, con la polaridad que le os propia, toda la educación que hemos
recibido nos conduce generalmente a no considerar más que su aspecto orgánico. Incluso bajo este aspecto,
nos damos cuenta muy pronto de que no puede ser estudiada aisladamente: ya que se apoya sobre las otras
funciones, c hace necesario emprender de antemano el estudio de ellas; es así como el nivel de la vida
orgánica, en su totalidad, se encuentra concernido. Pero la polaridad sexual y su función atañen al conjunto
del ser humano, y si existen en él otros niveles de vida, además del nivel orgánico, estos también participan
de ellas, de modo que un estudio de la función sexual solamente sobre el nivel de la vida orgánica no aporta
sino una visión parcial e insuficiente; un estudio armonioso no es posible sino cuando los niveles superiores
del ser humano son suficientemente conocidos.

En efecto, bajo formas diversas (a veces disfrazadas), todas las doctrinas están de acuerdo en
reconocer al ser humano la posibilidad de otros dos niveles de vida. El conocimiento antiguo precisa además
que existen en el hombre otros dos centros, dos centros superiores, cuyo funcionamiento caracterizaría esos
niveles. Pero esos centros por lo general permanecen latentes y, salvo por un trabajo especial, el hombre no
tiene ninguna relación con ellos, a no ser por destellos, listos son: el centro emocional superior, al cual
pertenecerían sólo los verdaderos sentimientos, y el centro intelectual superior, con el que se relacionaría una forma objetiva de pensar de la que el hombre ordinario no tiene siquiera idea.

El mismo antiguo conocimiento al cual Gurdjieff nos convida aporta muchos otros datos. Muestra
que la vida del hombre se desarrolla enteramente dentro de tres grados de presencia o tres niveles de
funcionamiento, tres niveles de vida: los estados del dormir, del soñar y de la vigilia. Además de esos tres
estados, el hombre conoce, a veces, por un instante, un cuarto estado: el de conciencia de sí. Pero a esos
momentos de despertar a un nivel de presencia mayor que la que conoce de ordinario, no les presta atención
casi nunca, pues cree que su presencia de vigilia es la presencia más completa de la que es capaz: le satisface
y le basta; puede ser que busque su perfeccionamiento, pero ni siquiera se le ocurre la idea de que una
presencia más elevada le sea posible y pueda ser buscada. Incluso si sospecha su calidad, es incapaz de
interpretar correctamente los vislumbres de conciencia de sí que ciertos choques de la vida le aportan,
mientras su atención no haya sido atraída hacia lo que aquellos representan en realidad.

Cada uno de esos estados de presencia posibles al hombre, se caracteriza, en efecto, por la aparición
en esta presencia de una «dimensión» nueva que no existía en los niveles subyacentes. Estos no resultan, sin
embargo, destruidos ni perdidos, y pueden ser en todo momento recobrados; pero son de alguna manera
«sobrepasados» e integrados a un conjunto más vasto, donde se establecen relaciones diferentes y nuevas.
Debido a la aparición de esta «dimensión» nueva, el paso de un estado de presencia a otro, para el hombre
que lo vive, es marcado por una discontinuidad, un umbral, un cambio brusco o más exactamente, una
transformación. Permanecen las funciones, pero se ejercen con un ritmo, una amplitud y unas posibilidades
distintas, inherentes a las nuevas relaciones y a la incorporación de centros de actividad diferentes. Y las
facultades fundamentales propias de toda presencia al participar igualmente de esta nueva dimensión, son,
por ende, transformadas.

En efecto, tres facultades fundamentales se encuentran, bajo diversos aspectos en toda forma de vida
individual, donde su conjunto permite la individualidad relativamente autónoma, y donde su calidad da
testimonio del nivel de vida, el estado de presencia, el grado de ser; esta calidad, diferente según esos niveles,
caracteriza cada estado de presencia, permite así reconocerlo y situarlo. Estas tres facultades son, para el
hombre, la «atención», la «conciencia» y la «voluntad». Aunque el hombre se las atribuye de ordinario bajo
una forma muy evolucionada, no existen en él espontáneamente más que en su aspecto degradado, aquel que
corresponde a su modo de vida ordinario. Sólo accidentalmente, por destellos, o cuando, después de un
prolongado trabajo sobre sí, ha llegado él a ser capaz de realizar el estado de presencia de sí mismo, conoce
su aspecto evolucionado. Kn el hombre para quien los estados de presencia cambian sin cesar y carecen de la
permanencia que él se atribuye, las fluctuaciones de la calidad de una u otra de estas tres facultades
fundamentales es importante, porque ella le permite reconocer, a cada instante, sobre qué nivel transcurre su vida.

Estos diversos datos no son los únicos que un hombre puede distinguir en sí mismo. En otro orden
distinto, se puede reconocer que el hombre está compuesto de dos partes: una puede ser llamada su «esencia» y la otra, su «personalidad». La «esencia» es el patrimonio dado al hombre al nacer: sus formas, sus tendencias, sus características fundamentales. Es su haber, su legado, portador de sus rasgos particulares, aquello que le ha sido dado para que lo haga fructificar. Y el único crecimiento real de un «hombre» es el crecimiento de su esencia. La personalidad, por el contrario, es todo aquello que el hombre ha aprendido: lo que ha aprendido desde su nacimiento, a consecuencia de los acontecimientos, la educación, la moral, el medio social y la religión. Nada de eso viene de él y todos esos elementos le son aportados o impuestos desde el exterior. Lo único que es suyo y que depende de los rasgos específicos de su propia esencia, es la manera como los ha recibido. Los primeros elementos de esta personalidad, grabados sobre un terreno aún virgen en la más temprana infancia, están anclados tan profundamente en él que resulta muy difícil distinguirlos de su esencia, y forman como una segunda naturaleza. El desarrollo futuro del individuo depende en gran medida de lo que han sido esos datos iniciales en relación con su esencia: si una discordancia fundamental ha sido lntroducida en este nivel por las primeras impresiones y la primera educación recibida, ella queda profundamente enterrada y si el individuo ha de ser rearmonizado un día, será muy difícil alcanzarla y corregirla. De allí en adelante, los elementos exteriores se graban con una profundidad cada vez menor.

Pero a medida que surgen las respuestas aprendidas a las exigencias de la vida, aparece otro fenómeno: la instalación de los hábitos. La repetición de los mismos comportamientos en circunstancias análogas crea, en el individuo, una asociación siempre igual de sus diversas funciones. Esto da lugar en él a la instalación de una red particular de relaciones, a un aspecto de su personalidad, a una «manera de aparecer» que se reproduce automáticamente cada vez que se reproducen en él circunstancias exteriores análogas. Cada uno de estos aspectos o maneras de aparecer constituye pronto un personaje en sí, un pequeño «yo» particular.

Un «yo» de este tipo se constituye para cada una de las circunstancias habituales de la vida, y como esos yoes se constituyen independientemente unos de otros, no tienen relación entre sí: pueden concordar, tanto como entrar en contradicción y cada uno es sólo un aspecto parcial correspondiente a una situación determinada.

En definitiva, el hombre, en la vida, en lugar de aparecer con una «individualidad» cuyas funciones expresan armónicamente en toda circunstancia lo que él es profundamente en su esencia, aparece diferente según las circunstancias, bajo las máscaras de diversos personajes, de pequeños «yoes» múltiples, que le dan una apariencia aprendida, ajena al verdadero sí mismo. El conjunto forma su «personalidad». Pero sin el trabajo de una observación de sí bien llevada, el hombre no tiene evidentemente ninguna conciencia de esta situación: cree en la realidad de cada uno de sus personajes; en el momento, cree muy «sinceramente» que cada uno de ellos lo expresa íntegramente a él. No ve ni sus cambios ni su paso de un personaje al otro y, en conjunto, cree en su propia unidad.

Estas constataciones ponen en evidencia la importancia de las relaciones que se establecen en el interior de nosotros mismos y la necesidad de conocerlas bien.

Una observación atenta muestra que las cinco funciones que aseguran nuestra vida ordinaria están siempre en actividad, pero en grados diferentes. Vemos generalmente que una de ellas, más activa, predomina y arrastra a las otras, pero este predominio cambia con frecuencia bajo el efecto de los acontecimientos exteriores o interiores.

Sin embargo, de manera habitual, predomina una de ellas, siempre la misma, según el tipo del individuo.
Pese a la idea contraria que tenemos y a la creencia en una cierta libertad en nosotros mismos, la misma observación muestra que nuestros funcionamientos están vinculados unos con otros. Esta dependencia —en realidad esta asociación— demuestra ser muy diferente según los casos. Unas veces, aparece tan estrecha que es difícilmente separable: así ocurre con nuestros condicionamientos, nuestros hábitos inveterados y, como hemos visto, nuestros personajes. Otras veces, la relación entre diversos funcionamientos es tan lejana que ellos parecen independientes y forman parte del inconsciente aparentemente inaccesible a nuestra observación directa

En general, una mecanicidad muy grande rige, sin que nos demos siquiera cuenta de ella, la totalidad de nuestra vida ordinaria. El hombre ordinario es, de hecho, una máquina totalmente condicionada; pero él no lo ve y si se le dice, no quiere creerlo. El juego de las asociaciones se produce en él sin cesar, casi siempre sin él saberlo, bajo la forma de reacciones automáticas a situaciones ante las cuales lo pone la vida: la red que de ello resulta, tejida de hábitos y similar a sí misma cada vez que se reproducen circunstancias similares, forma estas «maneras de ser» bien constituidas, estos personajes que nos caracterizan y que quienes nos rodean conocen mejor que nosotros. Incluso se sirven con frecuencia de dichos personajes; más exactamente, se sirven de nosotros gracias a la inconciencia que hace de nosotros sus prisioneros.

Es muy evidente que ninguna esperanza de cambio ni de transformación se abre para el hombre mientras continúe prisionero de sus personajes y de sus hábitos; y si él se da cuenta, se enfrenta al problema de cómo escaparse de su prisión. Al contrario de lo que cree casi siempre, no puede hacerlo solo. Tampoco puede destruir sus hábitos y asociaciones automáticas, porque son necesarios paral la vida cotidiana pero con una ayuda apropiada (desarrollando otro nivel en sí mismo, el del observador, el del testigo) puede aprender a descubrirlos, a conocerlos, y a servirse de ellos; es decir que, al desarrollar él en sí mismo, mediante un trabajo apropiado, un nivel diferente de presencia, puede establecerse ese orden diferente de relaciones internas sin el cual no le sería posible liberación alguna.

Hay todavía otro aspecto del hombre que debemos consideraren en la medida en que nos es actualmente posible: se trata de la existencia y el desarrollo de los cuerpos superiores. Diferentes religiones o doctrinas nos dicen que tenemos o que podemos tener un alma, un cuerpo astral, un cuerpo causal, un espíritu, un doble, etc. De hecho, si nos volvemos hacia nosotros mismos, no podemos decir que tengamos experiencias objetivas válidas en ese sentido; todo lo que tenemos son anhelos, un deseo de sobrevivir, hasta de inmortalidad y premoniciones, más o menos vagas, quizás, que nos hacen pensar que una evolución nos es
en efecto posible en ese sentido (¿no se habla, acaso, de «salvar» su alma?) y que esta evolución no deja de tener relación con nuestro eventual destino después de la muerte física, ni con el cambio interior cuya necesidad hemos sentido (¿no se habla también de ir al cielo, al purgatorio o al infierno o, en otras doctrinas, de reencarnar en condiciones mejores o peores?). Así como en el dominio orgánico tenemos cierto instinto que nos puede guiar si nuestras condiciones artificiales de vida no lo tienen demasiado embotado, de manera semejante, en el dominio espiritual, podemos reencontrar en nosotros mismos cierta «intuición» capaz de guiarnos, si sabemos aún escucharla y darle un lugar. En los I evangelios, el «hombre» es una «semilla».

Ahora bien, ninguna forma de vida, ningún nivel de existencia, es posible sin un soporte substancial apropiado. Esto es evidente para nosotros en el plano de la vida orgánica, que reposa sobre nuestro cuerpo físico y sobre las funciones, tanto psíquicas como instintivo—motrices. Si es posible al hombre, a través de una transformación interior, alcanzar otros niveles de vida—niveles «superiores» o niveles más «sutiles»-, también sobre esos niveles su existencia necesita de un soporte substancial correspondiente, de «sutileza» semejante, que también tiene su crecimiento, su nutrición, sus facultades y sus funciones propias: es esto lo que nos es sugerido y lo que tal vez podamos comprender de inmediato acerca de la existencia de los cuerpos superiores.

Por simplificado y esquemático que sea, e incluso si a primera vista parece, desde cierto ángulo, arbitrario, este primer conjunto de informaciones sobre sí es necesario como bosquejo provisional sobre cual podrá apoyarse la observación de sí. Cada nueva constatación, al mismo tiempo que es colocada en su justo lugar sobre el bosquejo, refuerza sus líneas; pero el resultado no puede ser analizado y comprendido hasta tanto no se haya reunido un conjunto suficiente y mientras sigan existiendo lagunas demasiado importantes. Y podría ganarse un tiempo considerable si desde el comienzo se dirige la observación de manera que podamos verificar las líneas principales, inmediatamente accesibles, de este bosquejo. Desde este punto de vista, la observación de sí debe ser preparada por el estudio de las cuatro funciones que aseguran nuestra vida cotidiana, luego el estudio de los diversos estados en los cuales esta vida transcurre y finalmente el estudio de las relaciones entre la calidad de estas funciones y la de esos diversos estados. La toma de conciencia de este conjunto es el primer paso, y una real observación de sí sólo puede venir a continuación.

Jean Vaysse
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