Quizás podamos ahora tratar de comprender mejor lo que es la observación de sí llevada de esta manera, es decir, encaminada hacia el conocimiento de sí y la participación en el Gran Conocimiento.
Un la mayoría de las tradiciones, se dice (de diversas maneras) que la verdad está más allá del mundo de las apariencias u oculta dentro de él y que la visión de esta verdad libera de las incertidumbres, las dudas, los conflictos. Pero sentimos claramente que antes de Alcanzar una visión de la verdad interior del mundo en el que participamos, son necesarias la visión de la verdad sobre uno mismo, la resolución de las dudas y conflictos en uno mismo: debemos aprender primero a volvernos hacia nosotros mismos y a mirar en nosotros.
Es cierto que ni tal visión de sí, ni siquiera el movimiento interior que la permite, nos son dados de manera espontánea. Continuamente nos sentimos tomados en el desorden de la agitación exterior y sentimos que somos presa de las dudas, los conflictos y las imaginaciones que impiden una visión imparcial de lo que somos. Pero no siempre nos damos cuenta ni experimentamos una necesidad real de que este desorden cese; pues el hombre encuentra en estos conflictos, en la agitación que ellos producen, una impresión de vida en la que no renuncia fácilmente; y no quiere ver que esta agitación no lo lleva a nada constructivo. Mientras un hombre prefiera seguir siendo tal cual es (y esto aun si no se siente bien, puesto que uno acepta fácilmente su incomodidad) y no experimente la necesidad de cambiar, ninguna evolución será posible para él.
Esta necesidad de que algo cambie en nosotros es en verdad la primera observación de sí que los accidentes de la vida nos proponen, sea de manera brusca o brutal, sea de manera más progresiva, bajo el efecto de una necesidad, un requerimiento, una exigencia interior. De la calidad, de la intensidad y de la fuerza de esta visión dependerán muchas veces para un hombre todo su deseo de evolución ulterior y toda su fuerza para emprenderla.
A partir del momento en que un hombre reconoce que hay algo falso o insuficiente en él y que, en consecuencia, algo debe sea cambiado, puede emprender él un trabajo sobre sí mismo con miras a una evolución. Y a este hombre se le plantea una primera pregunta: ¿cómo emprender un trabajo que le dé una visión real de lo que él es?
El hombre sólo ve el mundo entero en función de sí y al mismo tiempo sólo tiene sentido en función del mundo. Sentimos que somos el ombligo de un mundo que vemos desde nuestro punto de vista y al mismo tiempo, para el mundo no somos nada: apenas un «granito de arena».
El estudio podría comenzar por uno o por el otro y nuestra primera tendencia es comenzar por el estudio del mundo que nos rodea; pero en ese mundo donde no somos nada, tampoco podemos nada; no tenemos cómo ver su eternidad, ni su infinitud; estamos perdidos en una inmensidad fuera de nuestro alcance y en un análisis que ni nuestra vida entera bastaría para llevarlo a cabo, abarcándolo todo, a fin de permitirnos alcanzar la síntesis. Una vez hecha esta síntesis, todavía tendríamos que integrarnos en ella y comprender qué lugar ocupamos en ella. Sin embargo, la ciencia moderna ha emprendido con certera eficacia práctica este camino y este análisis sin fin, al mismo tiempo que es llevada a dispersarse y a especializarse, es decir, a limitarse, sin ninguna preocupación directa por el hombre mismo que lo emprende.
Ahora bien, somos nosotros quienes estamos en cuestión en esta búsqueda: somos nosotros quienes la necesitamos primero; se trata de nosotros, nuestro ser interior, nuestro lugar, nuestros conflictos, Una real observación de sí nuestra evolución y, a partir de hoy, toda nuestra vida. Además, en lo que nos concierne, no podemos ver nada sino a través de nosotros.
Si el estudio empieza por nosotros mismos, es otra cosa: nosotros estamos siempre ahí, al alcance de nosotros mismos y en el lugar que nos corresponde. Creemos quizás que nos conocemos y que conocemos este lugar: toda nuestra educación nos lleva a creerlo; sin embargo, nuestras dudas, nuestros conflictos, nuestras ignorancias están también ahí: si nos conociéramos, como lo creemos, no estarían allí y no habría preguntas sobre nosotros mismos.
Tenemos que admitir que en realidad no nos conocemos. Más aún, esta creencia errónea de que nos conocemos es justamente el obstáculo que nos impide emprender (por creerlo inútil) el trabajo del que en realidad tenemos mayor necesidad. Si comprendemos esta situación, comenzamos a interrogarnos sobre nosotros mismos y comprendemos que necesitamos aprender a volvernos hacia nosotros mismos, hacia nuestra vida interior. Necesitamos vernos tal cual somos, en lugar de la imagen que tenemos de nosotros.
Para vernos mejor, tenemos en primer lugar que observarnos imparcialmente con toda honestidad, sin cambiar nada: simplemente porque tenemos esta necesidad de vernos tal cual somos. Es por eso que todo trabajo en esté sentido se inicia por la observación de sí: una observación sintética, global, imparcial.
Tan pronto como tratamos de observarnos así y de permanecer, a la vez, atentos a nosotros mismos y, en nosotros, a uno de nuestros aspectos precisos, nos damos cuenta de que esta observación es fugaz y, salvo circunstancias excepcionales, dura, cuando más, algunos instantes.
Muy pronto, esta incapacidad de hacer que dure la observación nos parece el más importante de todos los obstáculos para conocernos, y llegamos a preguntarnos a qué se debe que sea así de ordinario, si hay condiciones especiales que escapan a la regla y cuáles son, eventualmente, estas condiciones. Una dificultad de otro orden surge, al poco tiempo, para quien emprende este camino: la observación de sí es, a la larga, fastidiosa después de cierto entusiasmo inicial, tal vez, el interés decae, y pronto echamos mano a cualquier escapatoria posible. Olvidamos que este trabajo se emprendió para responder a nuestras aspiraciones más profundas y que es una etapa inevitable en esta dirección. Lo sabemos con nuestra cabeza, pero nuestro interés, tomado por los atractivos de la vida, siempre cambiantes y renovados, se deja desviar sin cesar. Si ya no sentimos que somos para nosotros mismos una pregunta que no nos deja tranquilos, si ya no se despierta hacia nosotros un interés verdadero, sino sentimos que nos traicionamos a nosotros mismos —o más exactamente, que sacrificamos nuestro desarrollo más noble- al dejarnos tomar completamente por el curso de la vida exterior, ¿por qué emprenderíamos tal búsqueda? Ningún esfuerzo de trabajo interior, ningún intento de observación de sí tienen sentido si no están conectados primero y en cada oportunidad con nuestra búsqueda y con nuestro deseo de ser más plenamente nosotros mismos.
Pero aun si este interés por nosotros mismos ha podido ser despertado, el hecho permanece: nuestro intento de observación, por sí mismo, no puede durar más que algunos instantes. Al mismo tiempo vemos que nuestro interés personal por nuestro intento se agota y que la atención, necesaria para ver, se gasta; lo que observamos se desvanece muy rápido y, tal como somos, debemos pues confesar que nos olvidamos de nosotros mismos sin cesar y que nos olvidamos todo el tiempo. Para quien busca ser sí mismo, el olvido —y especialmente el olvido de sí— aparece inmediatamente como uno de los obstáculos más difíciles de superar.
En esas condiciones, ninguna observación de sí puede ser realmente útil: tenemos que estudiar de dónde viene esta fugacidad, y de qué medios podríamos valemos para hacer nuestra observación suficientemente duradera como que nos sea posible llegar a tener constataciones válidas. Así que todo un trabajo previo nos parece ahora necesario.
Una justa observación de sí que conduzca a constataciones válidas requiere, en efecto, de la participación de tres factores —de tres fuerzas, podría decirse— de los cuales depende; y la calidad de su resultado —es decir, la calidad de la observación— depende de la calidad de cada uno de estos tres factores. Ellos son dos elementos, frente a frente: yo que observo y lo que observo en mí; pero nada sucede si, además, no hay entre ellos el tercer factor: una atención que los vincule.
Esta atención de la que tenemos necesidad aquí es sin duda lo que más falta nos hace. Ella es de una índole particular que no leñemos habitualmente y que hasta ahora no conocíamos. La atención que tenemos de ordinario es una atención en un solo sentido, dirigida hacia lo que observamos y que toma en cuenta lo que observamos. Con una atención de esta clase y la actitud que ella trae consigo, la observación, aplicada a uno mismo, permite un análisis elemental (el de la psicología corriente) pero no las constataciones integradas al conjunto que somos, tal como las buscamos. La atención que necesitamos es de otro nivel; aquella que, mientras la observación prosigue, toma en cuenta todo lo que somos: es una atención de doble sentido, una atención desdoblada: y el la trae consigo una actitud muy diferente de nuestra actitud habitual. No tenemos naturalmente una atención de este tipo, salvo por accidente en ciertos momentos de sorpresa o de peligro donde ella acompaña un vislumbre de conciencia; pero es posible tenerla «artificialmente» por un esfuerzo especial, y puede ser desarrollada en nosotros mediante ejercicios apropiados. Es uno de los efectos de los intentos de observación de si. Al principio, nuestra atención sigue siendo de un solo sentido: va en un sentido o en el otro: hacia mí o hacia lo que observo en mí, alternando con una mayor o menor rapidez. Y ocurre así con más razón, porque ni en una dirección ni en la otra hay, al principio, ningún apoyo estable, ningún imán sobre el cual nuestra atención pueda asentarse: una real observación de sí, si la intentamos, pronto demuestra depender tanto de este apoyo como de la atención misma v comprendemos sin demora que los tres factores, las tres fuerzas en presencia, son estrechamente solidarias.
Así que para comprender mejor lo que es una observación verdadera de sí, nos vemos llevados a considerar los otros dos factores, los que están frente a frente en este intento: yo que observo, y lo que yo observo en mí.
Una real observación de sí, como la entendemos, sólo es posible si el que observa —»Yo»— está presente durante esta observación; la integración de ésta será tanto más válida y completa cuanto más completamente presente esté el que observa, es decir, cuanto más capaz sea de tomar en cuenta, en el campo de atención dirigido hacia sí, un número tanto mayor de elementos. Esto supone que conoce ya estos elementos y que es capaz de mantenerlos ahí, estables, juntos: lo que se puede llamar mantenerse en un estado de presencia de sí mismo. Este estado no nos es natural, pero también él puede ser desarrollado por un trabajo de estudio de sí y cada vez que se produce en nosotros, somos advertidos de su presencia por una
conciencia interior particular, una sensación interior de sí particular que, cuando ha sido experimentada una vez, se hace inconfundible.
Nada de esto nos es posible al principio: esos momentos de presencia, aun si aparecen en nosotros bajo ciertas influencias, son breves y separados por largos intervalos, a menudo días enteros, durante los cuales vivimos como de ordinario, en la dispersión: sin una conciencia de conjunto de lo que somos. Debemos pues reconocer que nos olvidamos de nosotros mismos casi continuamente; en nosotros las cosas se hacen: hablar, reír, sentir, actuar; pero se hacen automáticamente sin que nosotros mismos estemos aquí: una parte ríe, una parte habla, la otra actúa; no sentimos: yo-hablo, yo-actúo, yo-río, yo-observo. Nada de lo que se hace así puede ser integrado al conjunto; vivimos en el olvido de nosotros mismos, y todo pasa sin dejar ninguna huella; la vida se vive, pero se vive sin ningún «fruto» para el sujeto. La observación de sí no tiene ninguna utilidad para nosotros, si un observador cualquiera toma nuestro lugar y si «yo», el sujeto, no está aquí para comprender mientras nos observamos: una observación de sí completa y verdadera requeriría de la presencia global de un yo estable y real. Tal presencia no le es posible al hombre antes de un largo trabajo de conocimiento de sí; pero una presencia relativa, una cierta cohesión de todo lo que él puede encontrar en sí mismo le es posible desde ahora en todo momento, mediante un esfuerzo de «recuerdo de sí». Una real observación de sí sólo puede comenzar cuando tratamos al mismo tiempo de hacer este esfuerzo. Al intentarlo, descubrimos además que, sin saberlo, cambiamos continuamente y que al menor llamado imprevisto, todo lo que hemos reunido se dispersa; con la práctica, vemos que nada nos es más difícil que estar allí, de manera estable para una observación.
El factor restante que forma parte de la observación de sí es lo que observamos en nosotros mismos. Este es el objeto y el apoyo le nuestra observación y ella no es tampoco posible cuando este apoyo se muestra siempre evanescente. Así que al buscar en nosotros un apoyo estable, podemos darnos cuenta muy pronto de que aquello que es más fácil de ver—lo exterior de nosotros, la forma de nuestras respuestas a las demandas de la vida— depende en primer lugar de dichas demandas, y, aun pudiendo ser repetido, no depende de nosotros sino indirectamente: cambia sin cesar y se nos escapa en facilidad por entero.
En cambio, las estructuras funcionales, que nos hacen responder, están siempre ahí, siempre las mismas, en toda circunstancia, hechas de lo que somos y de lo que la vida las ha hecho; pero tal como son, estas estructuras (nuestras funciones, nuestros personajes) no son utilizables. La manera como las cosas se hacen en nosotros (el juego de nuestras funciones, el modo como se asocian, para determinar nuestros personajes y nuestras respuestas) tiene lugar en la oscuridad, sin que nosotros lo sepamos. Y lo que somos de ordinario no ofrece ningún asidero a nuestras constataciones, a menos que lo hagamos aparecer
«especialmente».
En definitiva, una observación realmente válida para nuestra búsqueda sólo se nos hace posible cuando los tres factores activos que la permiten aparecen simultáneamente en un momento que loa reúne: un «yo» que observa, el campo de observación de un momento completo de vida y la atención doble que establece la relación.
Las condiciones especiales más fáciles y más seguras que permiten un trabajo así son las diferentes formas de lucha contra esos aspectos automáticos de uno: nuestros personajes están siempre ahí. Todas las disciplinas del desarrollo del hombre, cualesquiera sean ellas y cualquiera sea la forma más o menos evidente que ellas le den, comienzan por una lucha de este orden que es una necesidad conforme a las leyes generales de evolución de la vida.
La observación dirigida al conocimiento de sí no puede ser en esto una excepción. Comienza en el nivel más simple, por la lucha contra los encadenamientos usuales (es decir, los hábitos) que nos hacen aparecer tal como parecemos ser. Esta lucha, debido a suj inutilidad inmediata, a la incapacidad de cambiar lo que sea (a pesar de nuestra ilusión vana), debido también a la constancia y la energía que requiere, es fastidiosa, difícil y descorazonadora. Esta lucha resulta inconcebible para un hombre, a menos que haya comprendido hacia qué lo conduce y recuerde siempre por qué la emprendió. Pero si este hombre ha logrado tal comprensión, o si solamente, en un comienzo, ha comprendido que le era necesario someterse a esta disciplina, la lucha contra los hábitos llega a ser a la vez el medio evidente de verse tal cual es y, sin que pueda dar cuenta de ello, el primer instrumento de su transformación interior. Ella suscita esta atención doble que le es necesaria y obliga al hombre a aparecer frente a sus hábitos, por los cuales se adormece, se automatiza y se hunde sin cesar en el olvido de sí.
Nuestros hábitos y, cuando están más profundamente anclados, nuestros condicionamientos inconscientes, son innumerables. Se enredan tan estrechamente que son inextricables y, desde este punto de vista, puede decirse que el hombre ordinario es, más que un tejido bien ordenado (salvo tal vez en su parte instintiva), una mezcolanza de hábitos y de condicionamientos grandes y pequeños.
Para que al comienzo la lucha contra los hábitos sea posible y provechosa para la observación de sí, debemos escoger hábitos simples, directamente relacionados con funciones ya claramente reconocidas.
El estudio de la motricidad es, tal vez, el más fácil. Puesto que su observación directa no es posible para un hombre, de la manera habitual, sino durante algunos instantes, ella puede emprenderse eficazmente contrariando uno tras otro los diversos hábitos motores que forman el sustrato de toda nuestra actividad: el caminar, el escribir, las maneras de urbanidad en la mesa, los gestos profesionales, las actitudes, etc. Cada hábito está constituido por otros múltiples hábitos pequeños en los cuales el cambio provocado puede servir de soporte para la observación de sí. La longitud de los pasos, el ritmo del caminar, la manera de sostener la pluma, el cambiar, en los gestos, de una mano a otra, son ejemplos que pueden multiplicarse. Al mismo tiempo, el hombre que observa de esta manera, pronto se da cuenta de que está encerrado sin saberlo en un número bastante limitado de hábitos motores: y esta constatación es de suma importancia.
El estudio de los funcionamientos intelectuales es ya más difícil. El hombre que busca ver este funcionamiento se da cuenta de que tiene, de hecho, algún poder para dirigir su pensamiento en un principio; de vez en cuando, hasta le es posible mantenerlo por un cierto tiempo en la dirección escogida por él; luego, tarde o temprano, a menudo muy pronto, se le escapa: está distraído. Además, en su vida habitual, el hombre no ejerce su poder de dirigir su pensamiento sino en raros momentos; aparte de estos, su mente trabaja sin cesar y hay siempre ideas allí; pero ellas surgen automáticamente, en función de estímulos exteriores e interiores, sin que el hombre pueda evitarlo. Son reacciones automáticas del intelecto en toda circunstancia que se encadenan unas con otras asociativamente. Y así como tenemos hábitos físicos, igualmente poseemos hábitos del pensamiento: maneras de pensar, las cuales también, sin que lo sepamos, existen en cantidad bastante limitada.
Una primera línea de estudio del funcionamiento intelectual es la lucha contra esos hábitos de pensar. El hombre puede darse cuenta de que cada una de sus maneras de pensar no es la única; puede cuestionarlas y esforzarse por probar otras maneras, profundizar en ellas, comprenderlas y comprender en qué le son ajenas; así hará descubrimientos valiosos sobre sí mismo y sobre su modo de pensar.
Otra línea de estudio del funcionamiento intelectual es la observación de nuestra distracción. Ella es un signo evidente de las insuficiencias de nuestro centro intelectual. Comenzamos a leer, a; hablar, a escuchar, luego, de repente, estamos distraídos. Si no queremos ser desviados sin cesar de las metas que decidimos perseguir, necesitamos saber lo que sucede en nosotros y cómo semejante distracción se hace posible. Una observación atenta y difícil (ya que el proceso es sutil) nos muestra que tiene dos causas principales: la imaginación y el ensueño. Ambos son ejemplos del funcionamiento equivocado del centro intelectual y de su pereza. Debido a ella trata de ahorrarse todos los esfuerzos que le exigiría un trabajo efectivo, que se dirigiera en un sentido definido hacia una meta bien determinada.
La imaginación existe bajo la forma que le es propia en cada uno de nuestros centros. Aparece allí a continuación de un momento de trabajo real que tiene un sentido preciso después del cual el esfuerzo se relaja, la atención se desvía, la meta se pierde de vista, y el funcionamiento prosigue en el interior del centro mismo, sin ninguna relación con el trabajo emprendido y sin otra relación con los demás centros que la de aportar impresiones de vida inútiles y sin dirección, por lo tanto imaginarias, hechas para la satisfacción funcional pura y no para una realización efectiva en el campo de la realidad. Uno o varios centros pueden
concurrir en elaboraciones de este tipo, que desvían al hombre de las tareas que la vida le demanda y más o menos las sustituyen.
En cuanto al ensueño, ese impulso se encuentra siempre en el centro emocional o en el centro motor, pero el proceso en sí es asumido luego por el centro intelectual siempre dispuesto a ponerse al servicio de ambos para la elaboración de sueños que corresponden a sus propias inclinaciones. El ensueño tiene así dos fuentes: por una parte la pereza del centro intelectual que encuentra, gracias a él, su satisfacción funcional, evitándose todo esfuerzo de trabajo definido; y por otra parte la satisfacción que él aporta a los centros emocional y motor, al ofrecerles la imagen aparentemente viviente de experiencias ya vividas o imaginadas, cuyas impresiones encuentran o repiten para reproducir la sensación de vida—agradable o desagradable— que conocieron.
La imaginación y el ensueño son lo contrario de una actividad mental útil, es decir, ligada a una meta bien determinada; y para observarlos y conocerlos, el hombre debe emprender una lucha contra ambos, imponiéndose tareas precisas concretas y definidas.
Una vez que ha emprendido esta lucha, el hombre no tarda en darse cuenta de que el ensueño no es al fin y al cabo más que un sueño inútil, acaso comprensible cuando aporta sensaciones agradables, pero morboso y autodestructor cuando se nutre de las asociaciones negativas y deprimentes de las cuales la autocompasión es la más habitual. Se da cuenta también de que el valor que se da habitualmente a la imaginación no está justificado en modo alguno: es una facultad destructora, que él nunca puede controlar, que lo arrastra en direcciones imprevisibles, sin relación con sus metas conscientes. El hombre comienza a imaginar algo para complacerse; luego, muy pronto, empieza a creer, al menos en parte, en lo que imagina y se deja arrastrar. Esta imaginación no es de ningún modo la facultad creadora a la cual se quisiera dar un valor inestimable; es, de hecho, perniciosa, puesto que sólo es la caricatura degenerada de una facultad más elevada, la de la imaginación creadora real: la prefiguración consciente, conforme a un conocimiento objetivo de los datos y las leyes, que el hombre, en su estado ordinario, está lejos de poseer. Pero con la imaginación y el ensueño, el hombre se hace la ilusión de que la posee. Si se observa imparcialmente, se da cuenta de esta ilusión o este mentirse así mismo, y comprende que, j de hecho, el ensueño y la imaginación están entre los
obstáculos principales para observarse y verse tal cual es. Nada es más doloroso para un hombre; es, propiamente hablando, la caída de Ícaro.
Una tercera línea de nuestro funcionamiento intelectual que, esta vez, se refiere a un funcionamiento conjunto del intelecto con otros centros, es la observación de nuestro hábito de hablar por hablar. El lenguaje hablado es un material intelectual aportado por la sociedad, y registrado en el centro motor: un instrumento puesto por este centro al servicio de todos los demás para expresarse y comunicarse por su intermedio. Es necesario hablar y expresarse: la vida es un intercambio; pero al lado de esta necesidad, hablar se convierte pronto en un hábito: aparece desde la más temprana infancia, durante la cual se enseña a los niños a hablar por hablar y no para expresarse: e incluso se nos enseña, más adelante, a hablar brillantemente de todo y de
nada. Y así somos sin darnos cuenta: hay pocas cosas que sería necesario decir, pero hablamos mucho. El hablar puede inclusive llegar a ser un vicio: algunos hablan de todo, en todas partes, todo el tiempo, incluso durmiendo; y si no hay nadie, se hablan entonces a sí mismos.
Luchar contra este hábito de hablar que en diversos grados todos tenemos es también un medio excelente de observación de sí del que disponemos siempre: la regla del silencio existe en algunas disciplinas monásticas. Luchar contra el hábito de hablar y contra toda palabra inútil nos obliga a ver lo que se levanta en nosotros para utilizar el lenguaje y, por este medio, podemos reunir numerosas observaciones importantes sobre aquello de lo que estamos hechos.
El estudio de la emotividad, aun por la vía indirecta de nuestros hábitos emocionales, es tal vez más difícil todavía que el del centro intelectual, ya que apenas intentamos observarla, debemos reconocer que no tenemos ningún control sobre ella. No podemos cambiar nada en nuestras emociones; a pesar de que están siempre ahí, no las vemos sino cuando ellas rebasan la medida habitual: entonces las llamamos «sentimiento».
Pero un sentimiento real sería enteramente otra cosa: no tenemos más que reacciones afectivas automáticas, emociones que se suceden en cada instante de nuestra vida y producen, en cada circunstancia, agrado o desagrado, atracción o repulsión. Esto no lo vemos, ni tampoco sabemos en nombre de qué se producen nuestras atracciones y nuestras repulsiones, nuestras aceptaciones y nuestros rechazos: se producen automáticamente en nosotros. Un hombre que busca observarse no ve esto sino por destellos, y en los momentos en que lo ve, se sorprende en general con desagrado: no tiene, espontáneamente, ningún deseo de prolongar esta experiencia y si se obliga él mismo a prolongarla, ella provoca en él repercusiones profundas, algunas de las cuales pueden ser peligrosas, ya que nosotros damos un «valor» muy grande a estas reacciones afectivas automáticas. Una justa observación de nuestra afectividad habitual pone en tela de juicio todo lo que somos, nos obliga a ver lo que representan los valores a los cuales nos aferramos y en nombre de los cuales vivimos. Ella tiene que ver con las posibilidades mismas de evolución del hombre: para ser emprendida sin alterar o destruir para siempre estas posibilidades, requiere que previamente se haya despertado un «sentimiento» de un orden muy distinto.
En cambio, hay un campo en el cual el hombre que quiere observarse no corre ningún riesgo y puede entablar la lucha contra hábitos emocionales que le hará ver un aspecto importante de su afectividad habitual: es la no expresión de las emociones desagradables. El hombre que se observa percibe muy pronto que no puede observar nada imparcialmente; esto es verdad sobre todo para lo que ve en sí mismo, pero también para lo que observa fuera de sí. Sobre cualquier cosa, tiene un «sentimiento» personal: esto me da lo mismo, o me gusta o me disgusta. Pero aun cuando puede fácilmente no mostrar su aprobación o su indiferencia, le es casi imposible no mostrar de alguna manera su desaprobación; adquiere sin dificultad este hábito, y eso es muchas veces considerado hasta como un signo de sinceridad. La impresión negativa así recibida se expresa bajo forma de violencia, de oposición o de depresión: ira, celos, crítica, desconfianza, aburrimiento, miedo, compasión de sí mismo, etc. Todos estos modos de expresión substituyen la expresión simple que deriva de la pura constatación de los hechos tal como son por la expresión de la negatividad personal; ellos evidencian la imposibilidad del hombre de guardar para sí los motivos de sus quejas personales, y su tendencia a proyectarlos sobre quienes lo rodean, a compartirlos para no «sentirse solo», y de ese modo intentar deshacerse de ellos. Es éste, a la vez, un signo de su propia debilidad, la marca de su incapacidad para aceptar las cosas y a sí mismo tal como son, y un enorme e inútil despilfarro de energía que él impone a su alrededor, impulsando así una reacción en cadena que multiplica esta negatividad. Ahora bien, éste es uno de los pocos procesos afectivos que puede ser interrumpido sin riesgo de compensaciones nocivas; como se limita a la expresión de las emociones negativas —ya que se trata de suprimir su expresión exterior, y no las emociones mismas—, esta lucha no acarrea modificación alguna del equilibrio interior; sólo representa la economía de una cantidad importante de energía que habría sido gastada inútilmente en lo
externo, y que al ser ahorrada de esta manera, se hace utilizable para otros fines. Al mismo tiempo, esta lucha permite a quien se observa descubrir un aspecto importante del proceso emocional con el que convive.
De modo que la lucha contra los hábitos automáticamente establecidos en cada uno de nuestros centros puede servir de soporte a la observación de sí en su etapa inicial, exactamente como más adelante otra lucha, la de uno con uno mismo —la de los dos aspectos del hombre— será necesaria para servir de base a la aparición de una «presencia», y, más adelante aún, la lucha del sí y del no —la de las dos naturalezas del hombre— será necesaria para la espiritualización. La historia de la liberación del hombre es la de una lucha incesante contra su mecanicidad cada vez más sutil, y comienza en el nivel de los hábitos con la lucha por
una real observación de sí.
Al practicar de este modo la observación de sí, el hombre se da cuenta de que ésta trae consigo un cambio en su manera de ser interior, y en los procesos que de ella se derivan.
La observación de sí tal como la intentamos es, en efecto, inseparable de una división interior para que la observación sea posible, es necesario que se establezca una cierta distancia entre dos partes de sí. En seguida se me presenta una nueva pregunta sobre mí mismo: ¿quién observa?, ¿quién es observado? Y, al mismo tiempo, esta separación aporta un inicio de conciencia, una mirada bajo la cual «yo» comienzo a interrogarme acerca de lo que yo realmente soy, lo que es «sincero» y lo que no lo es. Con esta mirada interior y la luz que ella proyecta, los procesos que hasta ahora se habían efectuado en medio de una absoluta obscuridad, aparecen tal como son; se encuentran puestos en Tela de juicio con respecto a lo que descubro que soy. Y este cuestionamiento sincero, incesante, a la luz de una conciencia de sí que se ensancha, es el fermento mismo que permitirá todos los cambios posteriores. La observación de sí es en sí misma un instrumento de despertar a otro nivel de vida, y, consecuentemente, es un medio de transformación. De hecho, sin que él lo sepa, ella suscita en quien se observa la aparición de las tres fuerzas solidarias e interdependientes que son el primer esbozo de una realización estable, es decir, del desarrollo de una individualidad dotada de presencia autónoma.
Lo que serán estos «cambios» no es quizás lo que el hombre que se observa pudo pensar en un principio.
A medida que se observa y que crece su conocimiento de sí, se da cuenta poco a poco de la mecanicidad total de su vida ordinaria y de su total impotencia ante esta mecanicidad, de manera que ningún cambio directo le es posible. Sus procesos son como son y ni la observación ni el análisis de ellos pueden aportar nada más.
Poco a poco comprende que un cambio en estos procesos nunca tendrá más que un alcance limitado y que un cambio real o, más bien, una transformación, no puede venirle sino de una superación de esos Procesos ordinarios: el desarrollo, más allá de ellos, de un ser interior que sea verdaderamente él mismo. A partir de este momento, se plantea otra pregunta y el trabajo adquiere un sentido nuevo: nutrir este crecimiento de otro ser en él. Ya no es suficiente el verse como él lo intentó al comienzo. Con el esbozo de un conocimiento de sí, que substituye poco a poco la simple observación de sí, el esbozo de una presencia de
sí mismo sucede al simple despertar del recuerdo de sí. La visión distante se convierte en una observación de sí por sí mismo.
Quien se observa de esta manera, pronto se da cuenta de que en su forma ordinaria de vivir, él —su personalidad- es para él mismo -su esencialidad, su ser— el peor enemigo. Es allí precisamente donde radica lo falseado en lo que somos y el mayor obstáculo para ser nosotros mismos: la personalidad construida por el medio en que vivimos se interpone constantemente, impidiendo la expresión de nuestro ser. Las funciones a las que nuestro cuerpo sirve de soporte están al servicio de nuestros personajes aprendidos y no al de nuestro ser interior, que es lo que realmente somos, pero que ya no logra hacerse escuchar.
Pero hace falta que estemos seguros de esto y que una observación imparcial así como innumerables constataciones no nos permitan ya ponerlo en duda: nada más tenaz que la imagen engañosa que tenemos de nosotros, y un hombre necesita de un largo tiempo, de muchas decepciones acerca de sí mismo, de muchas observaciones honestas para comenzar a comprenderlo y a verse tal cual es.
Cuando esta visión emerge, él comprende que todo en él debe ser invertido. En lugar de una personalidad todopoderosa, que dispone de todas las funciones sin preocuparse por un ser demasiado débil, si este hombre quiere realmente ser sí mismo, su propio ser debe Una real observación de si ser reanimado, desarrollado hasta reconquistar un lugar que es el primero, tomar la dirección de las funciones liberadas del yugo de la persona y servirse, según su voluntad, de los personajes que hasta entonces habían usurpado su lugar.
Cuando esta visión emerge, el hombre comprende el primer sentido de un real trabajo sobre sí yentrevé lo que es la primera etapa de su evolución posible.
Virna
Revelador. Muchas gracias.