Es descubrir que la soledad puede ser fecunda y plena. Que es posible no aburrirse con la propia compañía. Ser capaz al enfrentar a otro, de prolongar la mirada más allá de las primeras impresiones y tener también una mirada benevolente y estimulante para sí mismo.
Es poder salir de una relación de privación consigo mismo causada por el no reconocimiento de las propias necesidades, de los propios deseos, pues a menudo somos, en lo que a nosotros se refiere, un «padre crítico» y exigente, poco gratificante y poco alentador.
La peor de las pobrezas no está en lo que nos falta, sino en la ignorancia profunda de todo lo que tenemos.
Ser un buen compañero para sí, es aceptar desarrollar una mayor plenitud, no suprimiendo o colmando las carencias, sino que no manteniendo la herida que las rodea. Pues demasiado a menudo corremos el riesgo de mantener nuestro propio sufrimiento ligado a las carencias, buscando compensarlas desde el exterior, atribuyendo así al otro el poder de restaurarnos. En esta actitud nuestra sobrevive la dependencia infantil en la que hemos vivido durante numerosos años, desde el comienzo de nuestra vida extrauterina cuando esperábamos satisfacción a través de los hechos, gestos y palabras de otro. Todo sucede implícita o explícitamente como si yo tratara de poner al otro al servicio de mis deseos y de mis temores.
Yo he encontrado en estos últimos años algunos puntos de referencia que me han permitido ser un mejor compañero para mí mismo. He aprendido a definirme mejor y a aceptar ser para mí el buen padre y la buena madre que hubiera querido tener.
Para definirme mejor en una relación, he aceptado aprender a decir no para poder después decir sí de verdad.
He aprendido a decir sí atreviéndome a decir no.
Conociendo mejor mis zonas de tolerancia, he podido descubrir más pronto lo que es bueno o malo para mí en una situación dada y así evitar mantener aquello que no sea beneficioso para mí.
He podido aprender a estar más en el presente, en el aquí y el ahora, y no atrapado entre el pasado y el futuro, ya sea, fijado o perdido en un pasado que me persigue, o encerrado en la dependencia de un futuro siempre incierto o amenazante.
He aprendido que poniendo incondicionalmente en las manos de otro mi placer o la satisfacción de mis necesidades, corro el riesgo de producirme muchas frustraciones.
Puedo establecer mi ritmo en la realización de un proyecto, definir mejor mi territorio, afirmar y desmalezar mi espacio, darme tiempo, sin tener que rendir cuenta de lo que pienso o siento, de lo que hago o no hago.
Puedo desarrollar en mí la capacidad de pasar del deseo al proyecto, de inscribir mis sueños en la realidad asociándolos a mis posibilidades. Nos quedamos demasiado a menudo pegados en un nivel de dudas, de remordimientos, de amargura, de impotencia, sin imaginar que es posible confrontar con la realidad lo que somos, sentimos o ensayamos.
Es cuando estoy comenzando uno o dos proyectos sobre mí que yo me inscribo en la vida.
Ser un buen compañero para sí es aceptar ser solicito, benevolente, aun indulgente, respecto al propio cuerpo y a ciertas necesidades vitales: nutrición, sueño, vestimenta, habitación.
¿Doy muestras de respeto, de atención, por ejemplo, a mis comidas? Si tengo que cenar solo, puedo darme la molestia de adornar la mesa y de colocar buena música.
Puedo cuidar mi vestimenta y mi bienestar. Puedo darme el tiempo de pasar un buen momento en mi propia compañía. Puedo también volver a introducir la risa en mi vida, el sentido del humor sobre mí mismo.
Puedo cambiar la manera como me contemplo en el espejo en las mañanas. Puedo tener gestos plenos, armoniosos. Saber gozar del placer de no tener que preocuparse de otro durante un espacio de tiempo. Salir, leer, relajarse en un baño tibio. Entrar en el bienestar de sí para después ofrecer esto a otros.
Cuántos se privan de una relación viviente con ellos mismos por estar buscando sin cesar la aprobación o el control de los otros.
El que no soporta estar solo intentará sin descanso huir de sí en citas, teléfono, salidas, fiestas… Si no se basta a sí mismo, en la noche impondrá su presencia, o su cuerpo, a una pareja. Va a jugar lo que nosotros llamamos «relevo relacional>>. Traspasará su insatisfacción, su desvalorización, o su angustia a un (a) otro (a) quien la pasará o intentará pasarla a un tercero (a).
Aceptando reconocer como suyas las insatisfacciones o los malestares, reconociendo sus necesidades y sus sentimientos reales, cada uno puede confirmarse en lo que es, en lo que él experimenta y buscar en sí lo que le es necesario para cambiar su estado. Le será posible también emprender una acción para afrontar o disminuir esta necesidad, este anhelo de compañía: pero tiene que ser un acto nítido, claro, un llamado que pueda ser percibido, no un llamado indirecto, compulsivo, inaudible. En caso contrario, aceptar la soledad como una parte y no como la totalidad de la vida.
Si la necesidad o el anhelo de compañía no son satisfechos en lo inmediato, habré al menos podido reconocerlo, nombrarlo, acogerlo en mí en lugar de dejarlo desarrollarse bajo una forma indeterminada de angustia, de malestar, de autocompasión.
Ser un buen compañero para sí no será vivir como un autista, en un universo cerrado, reacio a todo cambio. Será entrar en diálogo, en relación con diferentes aspectos de sí mismo para conocerse y comprenderse mejor, justamente para llegar a ser más sensible, más congruente y por lo mismo más atractivo, más viviente, para sí y para otros.
Deja una respuesta