Los estados en los cuales vive el hombre —más exactamente: los estados de presencia— son de algún modo, «dimensiones» de su vida: diferentes niveles de actividad sobre cada uno de los cuales la vida de un individuo ofrece posibilidades diversas.
En los distintos estados que le son posibles, el individuo está allí con sus diversas partes constitutivas. Pero el desarrollo respectivo de esas diversas partes, sus relaciones recíprocas y la calidad de su funcionamiento cambian. A través de los diferentes estados, la estructura permanece igual, pero la calidad de la vida ya no es la misma.
En lo que concierne al hombre, él puede vivir en cuatro estados que se distinguen habitualmente por su grado de conciencia, ya que ésta es la facultad cuyas modificaciones son allí más evidentes.
En cada uno de estos estados el hombre conserva una estructura análoga, pero ésta toma un aspecto característico de cada uno de ellos.
Cierto grado de «presencia», resultado del todo, es inherente a cada uno de esos estados. Esta presencia tiene un soporte sustancial: un cuerpo, o tal vez varios, soporte de su forma y su modo de manifestación. Esta presencia tiene también un soporte espiritual bajo el aspecto, propio de su nivel particular, de las tres facultades eserales fundamentales de conciencia, atención y voluntad, las cuales son, igualmente, reflejo de tres grandes fuerzas creadoras fundamentales: la activa, la conciliadora y la receptora.
Esta presencia del hombre tiene también siete centros, cada uno de los cuales tiene como soporte principal un cerebro. Cada uno de estos centros está dotado de cualidades particulares cuyo conjunto constituye para cada hombre los datos de su esencia propia. De cada uno de estos centros y cerebros depende la función correspondiente y el conjunto de estas funciones, con sus niveles de funcionamiento, sus modos de comunicación o relación, expresa la individualidad de cada hombre o constituye la forma de su personalidad.
Nada puede ser comprendido en el hombre, ni conocimiento alguno de sí es posible, si no se toma en cuenta los diferentes estados.
Para un hombre completamente evolucionado, son posibles cuatro estados de presencia. Pero el hombre ordinario vive solamente en dos de ellos, los más bajos, con vislumbres del tercero. Puede tener informaciones teóricas sobre el cuarto, pero, de hecho, ambos estados superiores le son inaccesibles: es incapaz de comprenderlos y juzga lo que conoce de ellos desde el punto de vista de los estados inferiores que son los suyos, lo que no le permite tener más que apreciaciones aberrantes.
El primer estado es el dormir: estado pasivo en el cual el hombre nada puede hacer, pero durante el cual sus fuerzas se regeneran. En él pasa un tercio y hasta la mitad de su vida. Este estado de conciencia pasiva está solamente poblado de sueños que el hombre considera como irreales.
El segundo estado es el estado de vigilia: estado que el hombre considera como activo y en el cual pasa la otra mitad de su vida. En este estado, él se traslada de un lugar a otro, actúa, hace negocios, habla de política, atropella o mata a su prójimo, discute temas sublimes y se reproduce. Él llama a este estado, estado de vigilia de la conciencia, o estado de conciencia lúcida, no es, sin embargo, sino una caricatura y el menor estudio imparcial muestra en seguida que este estado de vigilia es pasivo y que en él el hombre no dispone de ninguna «lucidez». El está, a lo sumo, en un estado de conciencia «relativa».
El tercer estado de presencia es el estado de conciencia de sí, o conciencia de su propio ser. En dicho estado, el hombre se ve tal cual es y se vuelve objetivo hacia sí mismo: es, propiamente hablando, el estado de conciencia «subjetiva». Se admite habitualmente que el hombre posee este estado de conciencia y, en efecto, dada su naturaleza tricéntrica, tendría naturalmente derecho a él. Pero como consecuencia de las condiciones anormales de su existencia (en la cual el hombre toma continuamente sus sueños por realidades) no solamente el hombre no posee este estado de conciencia sino que no se da cuenta de que le falta. De él, el hombre ordinario no tiene sino vislumbres cuya significación no comprende siquiera.
El cuarto estado de presencia es el estado de conciencia «objetiva». En este estado, el hombre podría entrar en contacto con el mundo real, objetivo (del cual está «separado», por los sentidos, los sueños, los estados subjetivos de conciencia) y así podría percibir las cosas como son. Pero este estado no le es dado naturalmente y sólo puede ser el fruto de una transformación interior y de un largo trabajo sobre sí. Como en el caso del estado de conciencia de sí, el hombre ordinario sólo tiene vislumbres de este estado de conciencia «objetiva», que ni siquiera nota, cuando está en el estado de conciencia de sí. Pero el hombre ordinario tiene, sobre el cuarto estado, muchas informaciones teóricas a partir de las cuales se imagina poder alcanzarlo directamente. Apartando los fraudes y simulacros, todas las religiones contienen descripciones y testimonios de él, a los que dan el nombre de éxtasis, iluminación, y otros. Y muchas veces el hombre va en su búsqueda sin comprender que la única vía correcta hacia la conciencia objetiva pasa por el desarrollo de la conciencia de sí. Es por cierto una de las particularidades del estado de conciencia ordinaria (el segundo estado), el que los conocimientos auténticos que puede contener, están allí continuamente entremezclados con sueños e imaginaciones y resultan finalmente sumergidos por éstos.
Un hombre plenamente desarrollado, el hombre en el sentido completo de la palabra, debería poseer estos cuatro estados de conciencia, pero los hombres ordinarios sólo viven en dos estados de conciencia. Tal como dentro del estado del dormir no pueden tener sino atisbos de conciencia relativa, en el estado de conciencia relativa no pueden tener sino atisbos de conciencia de sí. Si un hombre quiere tener períodos más largos de conciencia de sí y no breves atisbos, debe comprender que no pueden venir solos. Debe primero darse cuenta de que él es prisionero de un mundo subjetivo, tejido de sueños e imaginaciones, que le
enmascara la realidad; debe seguidamente emprender un largo trabajo por liberarse de los sueños y por despertar a esta realidad, en sí mismo primero y en la vida después. En primer lugar, el hombre debe comprender que, aun en su estado de vigilia, él duerme (su yo real duerme) y que la primera necesidad para él es despertar, es decir, emprender el trabajo necesario para este despertar del yo real.
Sin dejar de lado una verificación progresiva en nosotros mismos por la experiencia, podemos tal vez tratar de considerar mejor teóricamente lo que son los cuatro estados posibles y qué informaciones podemos reunir sobre ellos.
El primero de los estados de conciencia, el más bajo, es para nosotros el dormir. Es un estado pasivo y puramente subjetivo en el cual el hombre, casi enteramente cortado del mundo exterior, está sumergido en un mundo interior del cual no tiene conciencia. Está rodeado de sueños; sus funciones psíquicas trabajan sin dirección, independientemente unas de otras. Imágenes puramente subjetivas —ecos de experiencias pasadas o ecos de vagas percepciones del momento (ruidos, sensaciones, olores) o ecos lejanos de la vida profunda— atraviesan su mente, sin dejar en la memoria más que una ínfima huella y la mayoría de las veces absolutamente ninguna.
El dormir es, no obstante, un estado de primera importancia; además del hecho de que el hombre pasa en él la tercera parte de su tiempo, es el estado en el cual su naturaleza orgánica —como Los estados de presencia todo lo que participa de su vida orgánica— reconstituye las fuerzas necesarias para asegurar su existencia de vigilia. Se puede decir que recarga el sistema acumulador de energía asociado a los centros (más adelante estudiaremos esto en detalle).
La presencia del hombre cuando duerme es puramente pasiva, y lo es aún más mientras más profundo sea su sueño (ya que el hombre tiene diversos niveles de sueño). El cuerpo está más o menos limitado a sus funcionamientos instintivos y esta limitación es total en e! sueño más profundo.
Los centros, con sus rasgos particulares —el ser interior del hombre— están allí, pero ni reciben las percepciones ni responden a lo que pueda llegarles a pesar de todo, y aun cuando respondan a veces, esta respuesta no provoca ninguna respuesta asociada en las otras funciones. Sólo el centro instintivo funciona plenamente, liberado (al menos en el sueño más profundo) de toda influencia ajena o conectado solamente a las partes correspondientes, instintivo-motrices, de los demás centros.
A excepción de las funciones instintivas que se realizan plena y libremente, las otras funciones están en reposo y las asociaciones se interrumpen de una manera más completa entre ellas mientras más profundo sea el sueño. Como consecuencia de esto, sólo llega un requerimiento de energía instintiva a los dos «acumuladores de energía» yuxtapuestos a cada uno de los centros (los estudiaremos más adelante) y éstos quedan libres para conectarse directamente con la fuente central de la energía del ser, por intermedio de la cual se comunican además unos con otros. Se establece una libre circulación de energía; y mientras nada
venga a perturbarla (como es el caso del sueño profundo), las reservas de los centros en su energía específica y el equilibrio de estas energías entre sí se reestablecen sin trabas.
De hecho, entre el estado de vigilia y el estado de sueño profundo, el verdadero sueño, hay muchos estados intermedios. Lo que caracteriza al sueño es la desconexión de los centros entre sí, al mismo tiempo que se suspende su posibilidad de manifestación; pero en el hombre ordinario, estas desconexiones son a menudo incompletas. Dado que el hombre ordinario vive con cinco centros, cada uno de los cinco es susceptible de estar desconectado o no; y lo que se da ordinariamente es un estado intermedio en el cual se interrumpen una o varias conexiones, pero no todas. El sueño comienza en general por la desconexión del
intelecto, o más bien, de la parte mental con la cual vivimos de ordinario, y eso es lo que se llama habitualmente dormirse. No siempre ocurre así; otras partes, más o menos numerosas, pueden desconectarse sin que la parte mental haya interrumpido su actividad. Pero en general no se reconocen tales estados intermedios como un verdadero dormir y en las concepciones corrientes, es la desconexión de la parte mental la que marca la división entre los estados de vigilia y los del dormir.
El centro que se desconecta a continuación, o al mismo tiempo que el mental, es el centro motor. El hombre (y la mayoría de los animales) se acuesta para dormir. Luego se desconectan los demás centros, pero no siempre es así: otros múltiples modos de desconexión son posibles; las interrupciones y el orden en que se producen dependen de los individuos y de las circunstancias; se puede dormir de pie, caminar durmiendo, amar durmiendo, dormir hablando, etc. En cambio el centro instintivo es el último en desconectarse; no se desconecta jamás, por cierto, sin un trabajo especial —peligroso- y solamente (mientras dure la vida) en
algunos de sus niveles; puesto que su desconexión completa y definitiva acarrea la muerte orgánica.
Si bien intervienen a menudo predisposiciones constitucionales, todo esto es continuamente susceptible al cambio: un sonámbulo no lo es todas las noches ni durante toda la noche.
El estado de sueño profundo tiene un sentido y una importancia que el hombre ordinario generalmente no sospecha. En las tradiciones antiguas, en particular las hindúes, se le da un gran sitio, y este estado en el cual el sujeto no tiene ningún deseo ni sueña nada, es considerado como el retorno a la serenidad del principio. El ser (la esencia) se retira al reino, sin forma, del origen, fuente de las manifestaciones eventuales en los otros estados, en el que, al estar ausente todo conflicto de forma, disfruta con «beatitud» (Ananda) de la plenitud de sí mismo y reencuentra en sí mismo el reino del ser puro (Ishwara). En este
estado, los diferentes modos de la manifestación, incluso los de la individualidad que le es propia, no están anulados, sino que permanecen presentes en potencia dentro del conjunto integral de todos los posibles con cuya Esencia universal el ser individual ha vuelto a encontrarse. Al conservar él una conciencia suficiente de los posibles que les son propios, un lazo persiste con la forma del ser y el retorno a la manifestación formal que es la suya sigue siendo posible. Este lazo puede, sin embargo, perderse en el transcurso de ciertos ejercicios acerca del sueño profundo practicados en algunas escuelas: he allí uno de los riesgos que
conllevan. En cuanto a los seres plenamente realizados, ellos pueden elegir con plena conciencia el momento de romper este lazo: se dice que saben o que escogen la hora de su muerte física.
De modo que el sueño profundo puede ser comprendido como el retorno al estado «esencial» puro: un estado análogo al estado embrionario (el del comienzo de la vida individual) al que se agrega el desarrollo adquirido hasta allí por la esencia a través de las experiencias de la vida. Y en tal estado, el hombre individual, de vuelta a los confínes del ser universal y no individual, sin forma, entra en armonía con las fuerzas esenciales de la vida que, de esta manera, lo reequilibran y regeneran.
Pero este retorno a las fuerzas fundamentales de la Vida, en la pura Esencia, el Goce pleno y la Armonía perfecta, es, para el individuo, enteramente pasivo; se cumple en el abandono de toda manifestación propia y —excepto por la persistencia del soporte orgánico instintivo, la de la vida automática del cuerpo— fuera de toda expresión de su individualidad. En el sueño profundo, las tres facultades mayores que dan a la individualidad su calidad de presencia y su poder de manifestación (a saber, la atención, la conciencia, la voluntad, reflejos de las tres fuerzas creadoras fundamentales) está totalmente suspendidas; el hombre que así duerme no ejerce y ninguna y ellas permanecen solamente «en potencia».
Si bien el estado de sueño profundo es análogo al de la plena Realización (el cuarto estado o estado de conciencia objetiva) con la plenitud del ser (esencia y también manifestación), el pleno Conocimiento (y no solamente Goce) y la perfecta Serenidad (y no simplemente Armonía) que esta Realización implica, sin embargo, estos dos estados se encuentran de hecho en los polos opuestos de la Vida: el estado de sueño profundo alcanza los confines de los estados de ser infraindividuales (los confines de la Sustancia pura) y el estado de plena Realización alcanza los confines de los estados de ser supraindividuales (los confines del
Espíritu puro). Entre los dos, los estados posibles para el hombre van de las tinieblas sustanciales a la luz de la pura conciencia: ninguna otra forma de ser, en nuestro mundo conocido, está dotada (ni es responsable) de semejante posibilidad.
En los estados intermedios del dormir se producen los «fenómenos» de los sueños. El sueño profundo acarrea, con la suspensión de todas las funciones de los centros, la suspensión de las conexiones de la memoria y de la imaginación ligadas a cada uno de ellos. Pero si la desconexión no se produce, o queda incompleta, estas funciones pueden persistir para los centros correspondientes. De esta manera, la máquina no está en completo reposo y ciertas huellas de su trabajo pueden permanecer en nosotros en el estado de vigilia. El estudio de estas huellas, es decir, el estudio de los sueños, puede entonces informarnos a la vez sobre las perturbaciones que han afectado suficientemente a la máquina para impedir su puesta en reposo (cuáles son las desconexiones que se hacen mal y cuáles son los centros concernidos) y también, sobre la clase de perturbación de la que se trata (sus causas y su significación).
Un estudio clásico permite distinguir esquemáticamente tres clases principales de sueños: los sueños asociativos (o reactivos), los sueños compensatorios y los sueños simbólicos (o arquetípicos), sin embargo existen muchos otros aspectos tales como el sueño premonitorio o el sueño telepático cuya significación sería interesante considerar a la luz de las desconexiones hechas o no.
En cuanto a las tres clases principales de sueños, uno no puede dejar de relacionarlas con los tres niveles de la vida humana ordinaria: los sueños asociativos que corresponden a la vida mecánica, los sueños compensatorios que corresponden a un aspecto personal dotado de emotividad y los sueños simbólicos que corresponden a fugaces destellos sobre la vida del yo verdadero, cuando el centro emocional superior (que trabaja en otro nivel) logra ser percibido gracias a una desconexión suficiente de los centros inferiores que, de ordinario, lo ocultan.
De todas maneras, en el dormir, el sueño sigue siendo un fenómeno subjetivo. Aun cuando haya sido inducido por ciertas impresiones exteriores, se produce en el hombre mismo, se construye a partir de elementos contenidos en él mismo. Vistas desde el estado de vigilia, si se las recuerda, el hombre puede no reconocer como suyas las figuraciones de las cuales se sirvió y las puede sentir como ajenas. Sin embargo, no es más que una ilusión óptica: aun sin que lo sepa, ellas están en él, son suyas bajo todas las formas, por ajenas que aparezcan; ellas no son sino aspectos diversos provenientes de él, y significativos eventualmente de contenidos que ignoraba.
En el hombre incompletamente realizado, y hasta desequilibrado, dada la desarmonía de los centros, las desconexiones se hacen mal o no se hacen. Además de los sueños puramente asociativos o reactivos (los sueños de la máquina, inducidos por las percepciones), pueden producirse sueños significativos de un sufrimiento más esencial, de una carencia o de un desequilibrio en la vida de la esencia a la cual tienden, bajo formas diversas, a devolver, en sueños, su integridad.
Al contrario, en el hombre cuya actividad diurna es completa, armonizada, plenamente “satisfactoria”, la desconexión de los diversos centros, cuando accede al dormir, se hace armoniosa, progresiva y completamente, en apariencia sin soñar, es decir, que se hace sin tropiezo, sin impresiones suficientemente diferentes de las del estado de vigilia ni suficientemente fuertes como para que se las pueda recordar.
Para el hombre que hubiera alcanzado el tercer estado de conciencia, el estado de presencia a sí mismo y conciencia de sí, la entrada en el dormir comienza por la desactivación de los lazos que él ha restablecido entre el centro emocional superior y los centros ordinarios: esta desactivación, en él, es consciente y conlleva un acto voluntario: un hombre así se duerme voluntariamente cuando estima que ha llegado el momento. Tal como para el hombre cuya actividad ordinaria está armonizada, la desconexión de los centros inferiores, en el dormir, es completa, sin tropiezo, y sin sueños que pueda recordar. Pero al mismo
tiempo el Yo Superior no se pierde; conserva un lazo con su soporte: por un tiempo, ya no se expresa a través de él, pero su vigilancia persiste y, por estar él, la alternancia del sueño y de la vigilia es análoga a lo que es la alternancia de la inspiración y la espiración para el hombre ordinario; son, para aquél, la respiración del Yo (cuyo sueño y vigilia son —o deberían ser— la vida y la muerte «orgánica»).
El segundo estado de conciencia posible para el hombre es el estado de vigilia. Aparece por sí mismo cuando el hombre sale del dormir y es el estado en el cual transcurre la parte activa de su vida; es el estado en el cual trabaja, habla, actúa, piensa e imagina. Este estado es ya menos pasivo y mas «subjetivo» que el dormir: en este estado el hombre discrimina entre lo que es él y lo que no es él, entre su cuerpo y los objetos que no son su cuerpo, cuya posición, y cualidades puede conocer y de los cuales puede hacer uso. Se vuelve consciente de una dualidad —y de una oposición latente— entre él y el mundo. Dice que dispone, en
este estado, de una «conciencia despierta» o de una «conciencia lúcida» y se atribuye numerosas cualidades nuevas.
De hecho, la única diferencia entre el dormir (con sus diferentes grados) y el estado de vigilia ordinario es la reconexión de la parte mental, es decir, de la parte mecánica, que reacciona automáticamente, y asocia automáticamente, de la función intelectual: el aparato formatorio, cuyo papel es el de conectar y coordinar las impresiones recibidas por los diferentes centros. Todas las características del dormir persisten, y la presencia del hombre en estado de vigilia no es más que un nivel superior del dormir en el cual cada uno de los centros se conecta a la parte mental, de nuevo activa. Pero los centros superiores siguen estando desconectados, y el sueño del Yo se mantiene; los centros inferiores se quedan aislados unos de otros, y ninguna confrontación directa se establece entre ellos y por tanto cada uno persigue sus imaginaciones propias. En el nivel de la parte mental convergen los sueños que los centros mantienen y las impresiones que ellos reciben de la vida: percepciones sensoriales, emociones, deseos. Allí, sueño y realidad se mezclan estrechamente sin que la actividad automática de la parte mental los discrimine: los confronta solamente, asocia, registra, equilibra todo lo que le llega y no tiene ninguna otra base que su actividad propia para clasificarlos y para apreciarlos. La aparición en la parte mental de las impresiones de aprobación o desaprobación, de acuerdo o de contradicción, de posibilidad o imposibilidad, hace nacer en ella una impresión de vida donde los datos interiores, provenientes de los sueños, de la imaginación, del funcionamiento mental automático (perceptivo y asociativo), tienen el mismo puesto y el mismo valor (si no más) que las percepciones interiores y exteriores reales del momento. Bajo el efecto de estas nuevas impresiones, la parte mental, de nuevo activa, envía hacia cada uno de los centros el impulso de las respuestas que resultan de sus asociaciones; son las respuestas de la parte mental a las exigencias del momento y estas respuestas mentales, en la elaboración de las cuales no intervienen los centros directamente, substituyen sin cesar a las del Yo real, que duerme. De manera que la parte mental toma por sí sola una apariencia de realidad y de continuidad; toma una personalidad ilusoria que sustituye la individualidad real, la del Yo. Pero esto, el hombre, en estado de vigilia, no lo comprende, como tampoco, durante el dormir, comprende lo que es el estado de vigilia. Mientras duerma su Yo real, un hombre no puede comprender que la autoridad y las decisiones de la parte mental son las de un usurpador.
Sin embargo, si un hombre acepta verse a sí mismo sin piedad alguna, tal como es (en el supuesto de que se le hayan dado los medios para hacerlo), los hechos lo obligan a constatar que semejante estado no puede ser considerado como efectivamente lúcido.
Su presencia en el estado de vigilia es aparentemente activa; es, en todo caso, actuante. Pero esta actividad, de hecho, no es más que reacción: reacciones automáticas de la parte mental en función de las informaciones recibidas y del saber grabado; reacciones automáticas de las funciones según los reflejos adquiridos bajo la influencia del mundo circundante: la educación recibida, los hábitos formados. Esta «vida» es enteramente reactiva y asociativa; puede permanecer puramente funcional o desarrollarse bajo el efecto dominante de uno de los centros (que por cierto puede cambiar); pero no necesita en absoluto que ellos participen en conjunto ni la participación de la esencia y del Yo verdadero, que no recibe nada, no participa de nada, permanece en el sueño, no vive, no crece. Y el Yo verdadero sigue desconectado de ellos. Desde el punto de vista del Yo y de la individualidad reales, este estado de vigilia es un estado pasivo. Las funciones tienen una actividad incesante, que permite la vida, pero esta actividad se realiza en el sueño y en la pasividad del Yo.
De modo que en su estado de vigilia, los hombres viven, de hecho, en el sueño del Yo. No tienen todavía ningún conocimiento de este Yo. No saben que ellos duermen y no ven que actúan, sin saberlo, de manera totalmente reactiva bajo la influencia de los sueños y de las fuerzas exteriores que han construido su parte mental, que la dirigen y por cuyo intermedio llegan a servirse de ellos, sin que lo sepan, sin que tengan conciencia de ello. Viven durmiendo, sin saberlo, y no comprenden que deberían ante todo despertar: obtener a toda costa el despertar de su Yo. Numerosas doctrinas antiguas, y en particular los Evangelios, advierten al hombre que debe despertar. Pero estas ideas son raramente comprendidas en su sentido real: ya que para el hombre actual, una visión exacta de su situación se enfrenta a obstáculos muy grandes.
La calidad de la vida corriente, de las acciones, de la manifestación, sigue siendo así enteramente reactiva y las tres grandes facultades fundamentales que podrían darle un sentido no existen allí todavía más que en estado de reflejo: una conciencia fragmentaria (la de un centro, o dominada por un solo centro) que varía según el momento; una atención dispersa, en movimiento o al contrario, fijada sobre algún aspecto «apasionante»; una «voluntad» siempre desfalleciente o veleidades sin continuidad. Finalmente personajes diversos, hechos de un agrupamiento acostumbrado de las cualidades y funciones, en número y proporción particulares de cada uno de ellos, ocupan el escenario, ya cambiando sin cesar, ya cautivos de alguna idea, de alguna emoción fija, y faltos siempre de relación directa con lo que podría ser un Yo estable y permanente.
Pero el hombre no ve espontáneamente este estado, y aun si se le dice, es lo ultimo que acepta creer.
Cuando los hechos de la vida lo demuestran, él encuentra rápidamente alguna explicación (una buena excusa, o mejor dicho, lo que se puede llamar un «amortiguador») que le permita proseguir sus sueños y continuar tomándose por lo que no es.
Ahora bien, semejante estado es peor que el dormir: el hombre, en el dormir, es enteramente pasivo, no actúa: en el estado de vigilia, por el contrario, el hombre puede actuar y el resultado de sus acciones, supuestamente conscientes, repercute sobre él y sobre su entorno.
Lo más grave son los obstáculos que imposibilitan una visión de esta situación. El obstáculo más importante, y del cual derivan todos los demás, es, sin ninguna duda, que en su estado de vigilia el hombre no ve su sueño ni su olvido del verdadero sí mismo.
El no lo ve, aun cuando se le señale, porque no sabe nada de lo que podría ser «sí mismo»: él no se conoce, y más o menos se conforma con su estado actual. Tiene muy poca información válida sobre sí mismo y ésta es reemplazada por sueños e imaginaciones. Sueños e imaginaciones acerca de lo que es sí mismo y acerca de lo que es la vida son otros dos obstáculos mayores: el poder de la imaginación, en particular, mantiene continuamente al hombre en un estado de verdadera hipnosis en el cual las ideas falaces que se forja sobre sí mismo y el amor propio que invierte para defenderlas le quitan toda oportunidad de verse jamás tal cual es. Muchas otras características inherentes a la vida actual del hombre concurren para mantenerlo en
esta situación. Y, si por un azar feliz (que también podría producirse nunca), el choque de los acontecimientos le obliga a poner en tela de juicio, aunque fuese por un instante, la construcción aberrante que son él mismo y su vida, el mecanismo automático de las excusas y los amortiguadores le provee de inmediato, bajo forma de compensaciones y de explicaciones, el medio de no cuestionar nada de sí mismo, sino solamente a los demás o a las circunstancias que no dependen de él.
Así que, en este estado, el hombre no tiene ninguna de esas propiedades que se atribuye tan a la ligera: la unidad en sí mismo, y en su vida, la conciencia lúcida, la voluntad, la libertad, la capacidad de actos verdaderos.
De hecho, en este estado de olvido permanente de sí mismo, el hombre no sabe lo que él es. Se deja llevar por el juego de las circunstancias: bien sea que le convengan, que se halle en ellas, se identifique con ellas y que lo arrastren, bien sea que le disgusten, que se oponga a ellas y sea atrapado en esta oposición. Olvido de sí, identificación, oposición a la gente y a las circunstancias, imaginaciones sobre sí falaces y fantásticas defendidas por un amor propio quisquilloso: tales son las características de este estado de vigilia en el cual transcurre habitualmente la vida del hombre, sin que se encuentre nada, en ninguna parte, que pertenezca a su Yo verdadero.
El hombre entregado a sí mismo no tiene, de esta situación, más que visiones fugaces, vislumbres de verdad que pasan, que olvida o que disfraza y a los cuales no sabe dar su verdadero significado. El no ve que, contrariamente a lo que cree en su estado de vigilia, su ser interior no está desarrollado. Sólo su soporte orgánico y la personalidad adquirida con el desarrollo de éste han alcanzado su pleno crecimiento. Son el resultado de un desarrollo natural, mucho más exterior que interior, más allá del cual la naturaleza ya no necesita que el hombre progrese y no ha previsto nada más para él.
Para que este desarrollo prosiga, es necesario que él despierte a sus posibilidades de otro orden: las del desarrollo de su verdadero Yo, es decir de su ser interior.
Pero un despertar de este tipo y el desarrollo de semejantes posibilidades no se logran por sí solos y requieren de grandes esfuerzos voluntariamente orientados en esa dirección. La individualidad de un hombre, su verdadero «Yo», sólo pueden crecer a partir de su esencia: puede decirse que la individualidad de un hombre es su esencia cuando ha llegado a ser adulta.
Y no es sólo que ese despertar no se hace por sí mismo, sino que el crecimiento también se topa con nuevos obstáculos, y los obstáculos para el crecimiento de la esencia están contenidos en la personalidad. Para proseguir, este crecimiento necesita condiciones bien definidas: esfuerzos de una índole precisa por parte del hombre mismo, y una ayuda apropiada por parte de quienes lo han precedido en la vía de este desarrollo: todo esto significa que tal crecimiento no tiene oportunidad de producirse sino en una escuela donde el hombre pueda trabajar en el despertar y en el desarrollo de su verdadero yo.
Si estas condiciones no se cumplen, si el hombre queda abandonado a sí mismo y a su propia iniciativa, poco a poco los destellos de verdad se apagan, los vislumbres de conciencia verdadera se borran; su personalidad ocupa todo el lugar, y toda esperanza de evolución individual se pierde finalmente para él: a pesar de las posibilidades de otro orden, él no es y no habrá sido más que una variedad de animalidad superior; y después de servir a los designios de la Gran Naturaleza, sólo le queda «morir como un perro». El hombre ordinario, el hombre máquina, no es más que polvo y al polvo volverá.
El tercer estado de conciencia es el estado de conciencia de sí, o conciencia de su propio ser, desarrollado, precisamente, gracias al despertar a sí mismo.
Se admite por lo general que tenemos este estado de conciencia, o que podemos tenerlo a voluntad con todas las cualidades que le corresponden: la unidad interior, un Yo permanente, la voluntad, la libertad, etc.
De hecho, la observación nos muestra que no poseemos este estado, y nuestro deseo, por fuerte que sea, es incapaz de crearlo en nosotros mismos. De él sólo tenemos vislumbres fugaces, que nada nos permite interpretar correctamente y no disponemos, acerca de él, de ninguna (o casi ninguna) información teórica precisamente porque, imaginando que lo poseen, los hombres generalmente han encontrado inútil su estudio.
Este tercer estado de conciencia es efectivamente un derecho natural del hombre tal como es, y si el hombre no lo posee, es únicamente porque sus condiciones de vida son anormales.
Este estado es el resultado de un «crecimiento»—se podría decir también de una revelación progresiva-, y es imposible volverlo más o menos permanente sin un largo trabajo y un entrenamiento especial, ligado al funcionamiento, en el hombre, del centro emocional superior, así como al establecimiento de relaciones justas entre dicho centro, los centros ordinarios y las funciones que los manifiestan.
Un estado como éste está ligado al desarrollo de un soporte, lo que se llama un segundo cuerpo (las diferentes enseñanzas tradicionales le dan nombres diversos). Este soporte es capaz de servir a las percepciones y a las manifestaciones particulares de este nivel de vida, así como a las funciones que lo caracterizan, donde lo esencial es un auténtico «sentimiento de sí».
Tres cualidades también le son propias: la conciencia permanente de sí, la libre atención y la voluntad independiente. De su conjunto resulta una presencia permanente de sí mismo que confiere, a un hombre tal, una individualidad que no poseía hasta entonces y una responsabilidad propia que no podía tener mientras su individualidad no se había realizado.
Pero para nosotros, todo lo que podríamos decir de ese estado permanece, en cierta forma, como hipótesis. En nuestro estado de vigilia, sólo nos aproximamos a él de dos maneras, sólo contamos con dos clases de momentos privilegiados que a veces la vida nos da y cuyo valor generalmente presentimos sin comprender bien de dónde provienen. Los primeros son esos vislumbres de conciencia acerca de lo que somos, que nos son dados en los momentos impactantes —un peligro de muerte o la pérdida de un ser querido, por ejemplo—, y que nos impresionan entonces profundamente. Los otros son momentos de conciencia interior, una conciencia «moral» que nos es propia, que encontramos intuitivamente cuando, puestos en tela de juicio por la vida, ésta nos obliga a descender dentro de nosotros mismos para responder «desde el fondo de nuestra alma» y no ya en nombre de una moral aprendida y de unas ideas recibidas.
Tales momentos son el acercamiento a un estado de «conciencia moral objetiva», idéntica para todo hombre que haya alcanzado el estado de conciencia de sí, en el cual siente de una manera inmediata y total todo lo que le es posible sentir.
Esta conciencia moral, que es serenidad para el hombre que ha alcanzado la unidad interior y laausencia de contradicción en sí mismo, es sufrimiento para el hombre en el que persisten contradicciones que ella hace aparecer a plena luz y torna generadoras de «remordimientos objetivos de conciencia». Sería intolerable si fuera dada repentinamente a un hombre ordinario que no es más que un tejido de contradicciones. Pero le es ocultada por mecanismos psicológicos amortiguadores que forman «topes» y él no tiene nunca más que escasos acercamientos intuitivos a ella, en ciertos momentos especiales, bajo la forma de este llamado a una conciencia interior propia, independiente de las ideas recibidas.
La única oportunidad del hombre que ha presentido la posibilidad de ser él mismo consiste en que busque y descubra una escuela donde pueda trabajar para volver a encontrar este Yo verdadero, cuya realidad ciertos momentos privilegiados le han permitido entrever.
Paradójicamente, tenemos mucha más información teórica sobre el cuarto estado del hombre, el de conciencia objetiva, y esto a pesar de que carecemos de toda experiencia de él, a pesar de que el hombre tal como es no puede en ningún caso alcanzarlo, y a pesar de que este estado no puede ser encontrado sino después de un largo trabajo, a través del tercer estado, el de conciencia de sí.
Es en efecto el estado al cual muchos hombres aspiran, sabiendo que carecen de él. La búsqueda de las «grandes virtudes», el amor universal, la necesidad de justicia, de libertad, de objetividad, y muchas otras cosas —el «ideal» también- tienen como motivación profunda el presentimiento, la intuición, anclada en el hombre, de un estado como éste.
De él no conocemos nada y la única vía que tenemos para aproximarnos a él es tal vez lo que puede llamarse esa «intuición intelectual» que nos es dada en ciertos momentos; ella es, de algún modo, «instintiva», así como el impulso de «conciencia moral» era para nosotros la vía instintiva de aproximarnos al tercer estado. Para el hombre ordinario, ella es el estado en el cual presiente en sí mismo, de una manera inmediata y total, cuan poco sabe, cuántas contradicciones hay en lo que él sabe y en qué dirección se realiza el acercamiento a la «Verdad». En el hombre completamente realizado, ella se une al Gran Conocimiento
objetivo que caracteriza ese cuarto estado.
De lo que tal estado es en realidad, no podemos tener ninguna idea. Podemos saber que está ligado al funcionamiento del centro intelectual superior y al crecimiento de un tercer cuerpo, el cuerpo espiritual. Podemos saber que trae consigo un estado de presencia universal, el Conocimiento objetivo, un sentimiento de ser universal y facultades de manifestación —un nivel de conciencia, de atención y de voluntad creadora— que el hombre no puede concebir de manera directa.
Sólo el hombre que ha alcanzado el estado de conciencia de sí puede tener, del estado de conciencia objetiva, vislumbres que pueda recordar. El hombre ordinario, artificialmente conducido a ese estado, y vuelto luego a su estado habitual, no recuerda nada y piensa solamente «haber perdido conciencia» por un cierto tiempo.
Este estado es, sin embargo, el que muchos hombres quisieran alcanzar directamente, sin pasar por el estado de conciencia de sí (que creen poseer o que creen tan ilusorio como el estado ordinario); y ciertas ascesis han sido elaboradas en esta dirección. Admitiendo incluso que algunos lo alcancen, lo que se puede hacer «artificialmente», una realización semejante representa, no obstante, un callejón sin salida que hace imposible, por la falta de uno de los niveles en el ser, el logro último de la superación de toda individualidad y sobre todo el regreso a la vida ordinaria con la plena realidad que la realización de sí le aporta.
En efecto, existe aún un «estado» supremo, por encima de los que acabamos de considerar y que ya ni siquiera puede ser llamado estado.
Los cuatro estados de presencia posibles al hombre en su vida son estados individuales, por vastos y carentes de forma que ellos sean. Ese último estado es la realización suprema (el paranirvana búdico, la mente cósmica del Zen, el Yahvé de la Cabala, el Absoluto incondicionado de la metafísica —más allá de toda forma y de toda individualidad).
Es «Aquello» que no se puede nombrar, de lo que nada puede decirse, de lo que nada puede conocerse, de lo que no se puede hablar sino diciendo lo que no es, y que se designa también con los términos de «nadidad», «extinción» «Vacío lleno», «sin forma», aunque no haya tal cosa como la nada, ni la sombra, ni la luz, ni vacío, ni lleno, puesto que toda distinción o diferencia queda allí abolida.
Él es la culminación última y, para el hombre, el desvanecimiento en la suprema Realización.
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